Hoy traemos a Lerín es Capital una historia un tanto truculenta que involucra a varios pueblos de nuestro entorno pero principalmen a Lerín y Cárcar. Una historia que, sin ninguna duda, daría pie a un magnífico guión cinematográfico.
Una vez más, Charo López se sumerge entre archivos y crónicas antiguas y rescata del olvido una historia que aún resulta más impactante por ser cercanos y conocidos los lugares donde se van sucediendo los hechos.
Un arriero cualquiera transitando por los caminos. elcorreodeextremadura.com
Todos
los pueblos arrastran una crónica negra que solivianta por un tiempo la
paz habitual de sus vecinos y deja una huella que tarda en borrarse.
Acababa
el siglo XVIII y en Urdiáin, un municipio situado en el valle navarro
de la Burunda, el arriero del pueblo se disponía a preparar su carga.
Era bien conocido en la comarca ya que se ganaba la vida comprando y
vendiendo género. Conocía bien los caminos por los que transitaba y
procuraba llegar con celeridad a su destino, máxime cuando transportaba
productos perecederos como era el caso del pescado. Los pueblos alejados
del mar valoraban mucho estos alimentos y los lugareños a los que
atendía se alegraban cuando le veían venir con su recua de machos. Tres
eran los animales que la componían y de los que se valía para su
recorrido comercial. Sobre el cuello del zaguero colocaba un collar de
campanillas cuyo sonido servía para anunciar su llegada. Además, era
también reconocible por su atuendo ya que vestía de forma habitual el
típico traje burundés: jubón blanco con mangas y sobre este otro
encarnado sin ellas, calzón de paño negro a cuyas piernas se ceñía unas
polainas del mismo tejido, zapatos y un cinturón con cartera para llevar
papeles. Encima de los jubones una chupa forrada de paño negro de
bolsillos con tapa y botones, y sobre la cabeza una montera de paño
negro con ribetes de terciopelo de algodón. Por un por si acaso, también
un “capusai” con el que protegerse de la lluvia y el frío, atuendo también habitual en la zona y que guardaba en una de las caballerías.
Hombre vistiendo un capusai
Por
la proximidad de Urdiáin con la provincia de Guipúzcoa este hombre
acostumbraba a comerciar con pescado, generalmente sardinas, que vendía
después en la zona Media y Ribera de Navarra.
Era
una fría mañana del 16 de febrero del año 1799. El arriero cogió dos
cargas de sardinas que había adquirido y las introdujo debidamente en
los dos primeros machos; ajustó luego en el tercero una carga más, esta
de cacao, e introdujo en las alforjas cinco pellejos de vino vacíos para
traerlos a la vuelta llenos de buen vino ribero con el que sacarle
también algún rendimiento para la economía familiar. Le hacían buen
servicio estos pellejos a los que les había grabado sus iniciales para
reconocerlos. Con todo listo salió de su casa muy de mañana.
Su
llegada era esperada en ventas y posadas. La gente enseguida advertía
su presencia al oír el tintineo de las campanillas. -¡Mirad, ya llega Cascachuri!, se escuchaba a su paso. Ese era el apodo por el que se le conocía, aunque su nombre de pila era Juan Miguel.
Dos
días después de su salida de Urdiáin, el dieciocho, a eso de mediodía,
Juan Miguel llegó a Larraga, puso en venta las sardinas en la posada y
dejó al posadero “para que se las vendiera a cuia cuenta le dieron un
doblón de oro y otro de 20 reales de cordón, porque dijo no tenía
moneda menuda”; de ahí se fue a Tafalla con idea de despachar una
parte de la carga del cacao. Para el día veinte se encontraba ya en
Falces donde ofrece su producto a los comerciantes del pueblo, para
recalar horas después en Peralta y seguir haciendo lo propio. Como
todavía le quedaban por vender dos fardos de cacao continúa la ruta. En
Peralta hace saber de su intención de dirigirse a Lodosa, pero toma sin
embargo la carretera que conduce a Lerín. A este tramo se le llamada
carretera porque por ella podían transitar carros y carretas pero no
dejaba de ser un trazado tortuoso de tierra con abundantes baches que
los carreteros se veían obligados a sortear por el peligro cierto de que
en cualquiera momento se le acabara rompiendo a la carreta una
ballesta. Aun así, estas “carreteras” permitían transitar con más comodidad que por los llamados "caminos de herradura",
que no dejaban de ser poco más que sendas. Era pues ésta una carretera
de trazado recto que partía de Peralta y transcurría a través de
montículos y laderas sin atravesar ningún pueblo hasta llegar a Lerín.
Sorprende
que el arriero no siguiera ruta hacia Andosilla, que le hubiera
permitido vender algo más de cacao en la posada, y también en la Venta
de Cárcar que estaba de camino, más aún cuando había manifestado su
intención de tomar ruta hacia Lodosa; por eso llama la atención su
cambio de planes, que da a entender que de pronto le entró la prisa, o
que algo de su plan se le torció.
Atravesando
pues los términos de Andosilla y Cárcar de esa carretera se adentró en
los de Lerín. Caía la tarde por lo que apresuró el paso para alcanzar el
pueblo antes de que se le echara la noche encima.
Por el paso entre Mondiuso y la corraliza de La Sarda, propiedad entonces de Pedro Lozano, había un corral al que llamaban de Calbo,
muy próximo a la carretera. A esa altura le abordaron dos hombres que
hicieron ademán de acompañarle, a la par que intentaban entretenerlo
conversando con él. Estos eran Sebastián y Tadeo, dos
individuos de Cárcar de no muy buenas costumbres que le habían
interceptado en Peralta y le venían siguiendo los pasos. A pesar de que
el arriero reconoció a Tadeo como el hijo de la tabernera de Cárcar,
pronto fue consciente de las intenciones de estos sujetos, pero no se
sobresaltó de momento. Les dijo que apenas llevaba dinero encima pues
había dejado las cargas de sardinas sin terminar de vender en Larraga.
Les enseñó papeles que demostraban que vendía muchas veces a fiado por
lo que tenía bastantes deudores. Ellos no le creyeron y mientras
Sebastián lo entretenía conversando, Tadeo se hizo con las riendas de
los animales. Sin atreverse a oponer resistencia, de momento, lo fueron
sacando del camino y pasando por la zona de La Baigorrana lo adentraron
hacia término de Los Pintaos, alejándolo de la vista de posibles
testigos, conduciéndolo finalmente senda abajo hacia la presa del
regadío de Cárcar, todo ello en
terreno lerinés.
Presa de Cárcar. Foto: Charo L. Oscoz
El
arriero, sintiéndose acosado y viendo que la cosa se le complicaba se
quiso zafar, pero en ese momento Sebastián le propinó un “pastrón” (bofetón) y lo tiró al suelo. Como el desgraciado Cascachuri forcejeaba,
sacó Tadeo una navaja grifera y se la clavó hasta en ocho ocasiones
entre el cuello y la cabeza, cinco de ellas mortales de necesidad, según
declaró días después el médico forense. En el calentón, siguió Tadeo
atacando al arriero, esta vez con la culata de un trabuco que traía,
hasta dejar al hombre muerto y tendido en el suelo.
Estos
dos sujetos eran de esos que causaban inquietud entre sus vecinos y que
particularmente afeaban la buena fama que arrastraba Cárcar en el
contorno, de ser gente noble y especialmente honrada. Pero en todas
partes cuecen habas y este pueblo tenía también las suyas propias. Hacía
mucho que a Tadeo y Sebastián no se les reconocía oficio ni beneficio,
pero sí que se les veía sin embargo manejar dinero del que nadie sabía
su procedencia. Según el decir de algunos se dedicaban al contrabando y
lo cierto es que muchos días no dormían en casa, particularmente Tadeo.
Esto hacía que este, unido a su comportamiento, discutiera de manera
habitual con Teresa, su mujer, que estaba bastante harta de él. En más
de una ocasión, y tras una pelea en la que llegaba a casa “pasado de vino”,
el sujeto se había ido a dormir al pajar. Sebastián, por su parte,
estaba casado en segundas nupcias desde hacía apenas un año, pues la
primera mujer había falleció dejándole tres hijos; y no fueron cuatro
porque este se malogró en el parto llevándose consigo también a la
madre.
Tadeo,
que era más joven, tenía una niña de tres años y a su mujer embarazada y
a punto de salir de cuentas. Sebastián se dejaba llevar por su
compinche y esa compañía no le reportaba nada bueno; él trabajaba
algunos días en el campo, pero cada vez que Tadeo le buscaba para algún
asuntillo que implicaba casi siempre trapicheos y contrabando de tabaco,
siempre estaba dispuesto a acompañarle. Eso les mantenía ocupados en
horas en las que el resto de habitantes del pueblo dormía, por lo que de
día se pasaban muchos ratos tumbados mientras los demás trabajaban. En
el pueblo se decía de ellos que “eran de conducta sospechosa y no querían aplicarse al trabajo”.
Como
la madre de Tadeo regentaba la taberna del pueblo, este era bien
conocido por los tratantes que paraban en su establecimiento a repostar.
Por eso, cuando se abrieron diligencias por el caso de la muerte del
arriero, alguno de estos tratantes dijeron haber visto esos días a Tadeo
merodeando por Peralta cuando Cascachuri negociaba la venta de
cacao. En ese mundillo mesonero se rumoreaba también que el arriero de
Urdiáin llevaba siempre mucho dinero en los bolsillos, y eso Tadeo lo
sabía; así que puso en aviso a Sebastián y calculándole los pasos le
siguieron.
Cuando vieron que Cascachuri tomaba rumbo a Lerín se adelantaron por atajos y lo abordaron a la altura del corral de Calbo,
y allí empezó todo. Ahora tenían ante sí el cuerpo del delito.
Ciertamente no habían pensado llegar tan lejos ya que la intención era
robarle, pero la cosa se les había ido de las manos y ya no había vuelta
atrás; a lo hecho, pecho; lo que urgía ahora era pensar en qué hacer y
cómo deshacerse del cuerpo borrando toda huella que los inculpara.
Como
carecían de escrúpulos registraron el cadáver con objeto de quitarle
todo lo que llevara encima de valor. En la bolsa del cinturón guardaba
el arriero muchos papeles donde apuntaba las cantidades que le debía la
gente, y al parecer era mucho -según después comprobaron ellos mismos-,
pero en la cartera que llevaba en el cinturón apenas le encontraron “un solo doblón de cinco pesos y unas cuantas pesetas”. Sin
embargo, en el baste de uno de los machos descubrieron que llevaba
escondidos cuatrocientos pesos. De no ser porque el arriero se había
resistido, entre ese dinero y el que podrían obtener de la venta del
cacao, pensaron que la noche les habría salido redonda; aun así, si
conseguían colocar bien ese producto en el mercado negro, este les
rentaría unos buenos dineros que compensara el terrible acto que
acababan de cometer. Sabían bien donde venderlo y a quien, por lo que de
momento era necesario ponerlo a buen recaudo. Pero primero tenían que
hacer desaparecer el cuerpo del delito y los tres machos, así como todos
los enseres que les pudieran delatar. Borrar todas las huellas les iba a
dar mucho trabajo aquella noche.
Cargaron
el cuerpo del arriero muerto sobre uno de los machos y se encaminaron
con la recua hacia la presa de Cárcar, próxima al lugar donde se
encontraban, buscando aguas arriba el sitio donde el terreno es más
escabroso. Ajustaron bien el cadáver a la caballería, a la que ataron
también otros enseres y empujaron fuerte hasta despeñarlos en el río
Ega. Con el caudal en ese punto a su favor, este emplazamiento resultaba
el más idóneo para hacer desaparecer las pruebas del delito en aquella
siniestra noche. Quisieron hacer lo mismo con los otros animales pero
estos se resistieron.
En
vista de que no lo lograban, cargaron el cacao y el resto de enseres
del arriero en los dos jumentos que quedaban y buscaron un vado aguas
abajo donde pasar al otro lado del río por entre la zona de La Cerrada.
En un lugar llamado La Casilla,
propiedad de un tal Javier Laserna, ocultaron: los pellejos de vino,
una manta, una soga y otros aparejos de los machos; y en otro lugar, que
el sumario nombra como La Texería,
las cargas de cacao. Tomaron entonces las caballerías y las intentaron
sacar, tanto de terreno de Lerín como de Cárcar, por lo que al llegar a
una viña en término de Sesmilla, ya pasada la muga de Sesma, las dejaron
atadas a unas cepas. Con la manta, la chupa y una alforja que les
quedaba del arriero, volvieron a cruzar el río en algún punto donde el
caudal se lo permitía, ya en terreno de Cárcar, y continuaron
aproximándose al pueblo, prestando especial cuidado de no arrimarse
demasiado a las inmediaciones de la ermita de la Virgen de Gracia, a la
que bordearon. Aquel santuario mariano les acusaba en sus conciencias
por la espeluznante acción que acababan de cometer. Pasando la
Tierranueva y la Badina llegaron al término del Aguatocho y, allí, en un
olivar propiedad de un hermano de Sebastián, cavaron dos hoyos donde
depositaron los últimos enseres de Cascachuri. Acabada por fin la
nocturna y siniestra acción, se encaminaron hacia el pueblo trataron de
llegar sigilosos a sus casas mientras las buenas gentes del lugar,
ajenas al terrible acto cometido por sus paisanos, dormían todavía.
A la mañana siguiente, día 21, tras la noche de insomnio y con los huesos doloridos por los excesos, Sebastián se dirigió a casa de Tadeo para continuar con el plan. Como la mujer de Tadeo se encontraba presente, le puso la excusa de requerirlo para que le acompañara a tratar unos asuntos en Andosilla. Viendo que Teresa protestaba y no le dejaba ir, Tadeo se tumbó en la cama enfadado y se durmió hasta la hora de comer; tal era el cansancio que arrastraba. Ella pudo considerar después el motivo de tan visible agotamiento. Esa noche del día 21, ya madrugada del 22, Teresa, que estaba a punto de salir de cuentas, ajena a los líos en los que estaba metido su marido, se puso de parto. Tadeo, en lugar de atenderla y quedarse con ella, se marchó bien de madrugada de casa diciendo que tenía que llevar una carta a un amigo. No regresó hasta la noche y para entonces Teresa ya había dado a luz asistida por la partera del pueblo, una señora apodada La Ladina. Ese modo de actuar molestó, o más bien alertó a la mujer, pues a pesar de que el comportamiento de su marido hacia ella no era en general bueno, esto sobrepasaba los límites; aunque en un primer momento no supo a que atenerse. Dos días más tarde los abuelos maternos llevaron al recién nacido a bautizar apadrinándolo ellos mismos y pidiendo para él el nombre de Pedro Josef.
Mientras
tanto, Tadeo y Sebastián habían alquilado una mula a un señor del
pueblo con la que realizaron varios viajes para pasar el cacao “a Castilla”
y venderlo en Calahorra. La primera vez lo hicieron desde Sartaguda
pasando el Ebro en la barca. Entregaron a la barquera cuatro duros por
el servicio, y llegados a Calahorra, ofrecieron la carga a otro
traficante que no les pagó de momento. Volvieron a pasar el Ebro el día
28, esta vez por el puente de Lodosa donde sobornaron en arbitrios a un
familiar encargado del puesto, y esta vez sí que cobraron.
Mientras
tanto, en la madrugada del día 21 ya se habían encontrado los dos
machos abandonados y atados en la viña de Sesmilla, lo que levantó
sospechas.
El día 25 apareció aguas abajo de la presa, en la playa del Regadío de Cárcar, el macho muerto: “ahogado
y trabado con dos ataduras, baste, dos arpilleras, una manta de lana,
dos alforjas, dos sobrebastes y un caposay, todo atado con una soga de
cerda”, según constaría después en
el sumario. Se abrieron enseguida diligencias judiciales y se procedió a
inspeccionar el rio por esa parte en busca del dueño de los animales.
Como la búsqueda no daba resultados, dos días más tarde se dio aviso a
los pescadores de Cárcar para que rastrearan el río, pero tampoco
encontraron nada. Pidieron entonces ayuda a los pescadores de Miranda y
el día primero de marzo hallaron el cadáver de Juan Miguel justo en el
boquete de la paradera cercana al sitio donde se había encontrado el
macho muerto. Rescataron el cuerpo y lo llevaron al Santo Hospital de Lerín donde fue puesto en manos del cirujano local, Manuel de Uxaravi
(Ujarabi), que le practicó la autopsia. En el detallado informe forense
que presentó este médico se decía que el sujeto no había muerto por
ahogamiento, ya que no presentaba signos de líquido en los pulmones y
tampoco tenía roces en las yemas de los dedos, signo inequívoco que
presentaban los cadáveres en estos casos al tratar de agarrarse a algo
en un intento de liberarse de las aguas; presentaba sin embargo hasta
ocho heridas punzantes y signos de haber recibido golpes con instrumento
contundente en el cuello, bajo el hueso petroso, laringe, mandíbula
inferior y demás detalles que venían a confirmar que el individuo había
muerto de forma violenta antes de ser introducido en el río.
Tocaba
ahora pues identificar el cadáver. Por el atuendo enseguida supusieron
que venía de la zona norte, por lo que se mandó llamar a los posaderos
de Lerín por si alguno aportaba algún indicio, y “algunos reconocieron el cadáver”
diciendo que era Cascachuri, el arriero de Urdiaín. Hechas las
diligencias y el informe forense ese mismo día primero de marzo fue
llevado el cadáver “dentro de la parroquial por su cabildo eclesiástico” y después de celebrar sus exequias lo introdujeron “en una sepultura que hay en mitad del cuerpo de la iglesia frente a la puerta del coro”.
En la parte inferior de la foto, el lugar donde enterraron al arriero en la iglesia Santa María de Lerín. Foto: Charo L. Oscoz
Quedaba
pues reconstruir los hechos y llevar a cabo una exhaustiva
investigación que diera con los culpables. Varias personas de los
alrededores fueron detenidas. Entre los sospechosos enseguida se apuntó
hacia Sebastián y Tadeo por lo que fueron también a por ellos. El día 5
de marzo se presentó la autoridad en casa de Sebastián y lo apresaron
llevándolo a la cárcel de Lerín; para cuando fueron a por Tadeo éste
había huido. Tan huido, que ya no se supo más de él, y como cada vez las
pruebas eran más concluyentes, la investigación pericial se centró ya
en ellos dos.
Los
numerosos testigos llamados a declarar ofrecieron pruebas categóricas y
fue el propio Sebastián el que dio algunas pistas al entrevistarse en
la cárcel de Lerín con un pariente al que, con sigilo, pidió que borrara
las huellas dejadas por ellos bajo los olivos del Aguatocho. Se
comprobó este punto y, finalmente, a las siete de la mañana del día 28
de marzo de 1799 se condujo finalmente a Sebastián a las cárceles de
Pamplona, siendo custodiado en el trayecto por el alguacil de Lerín y
asistido por “varios acompañantes de su confianza”.
Fue detenido también y llevado a Pamplona, Antonio, el hijo mayor de
Sebastián, un chaval de catorce años al que soltaron en cuanto
comprobaron que no había tenido parte en el asunto.
Constan
en el sumario más de ciento cincuenta testigos llamados a declarar,
desde familiares de los sospechosos hasta la propia mujer y parientes
del arriero; y hasta el sastre que confeccionó el traje que Cascachuri llevaba
el día de autos. Un total de quinientos cincuenta y siete folios ocupó
el sumario, y gracias a las diligencias llevadas a cabo, poco a poco se
fueron encontrando las pertenencias del arriero en los distintos puntos
donde habían sido escondidas por los malhechores, incluidos los pellejos
marcados con sus iniciales. Las exhaustivas indagaciones concluyeron en
determinar finalmente que los autores materiales del asesinato del
arriero habían sido Sebastián y Tadeo. No obstante a esto, Sebastián,
que declaró en repetidas ocasiones, “siempre niega los hechos, por más detalles y testimonios que le presentan, y así firma su inocencia el 31 de julio de 1799”.
En
la vista del juicio, el fiscal acusó grave y criminalmente a Tadeo
(ausente) y a Sebastián de la muerte violenta llevada a cabo en la
persona de Juan Miguel Goicoechea: “y aunque este reo niega con
obstinación que fuese él, resulta convencido y demostrado haberlo sido
por repetidos indicios tan vehementes y graves que coartan el
entendimiento a creerlo así y ponen delante de los ojos con la maior
evidencia que ellos y no otros fueron”. El ministerio fiscal concluye: “y
siendo de derecho divino y humano que el que mata a otro con dolo,
malicia y alevosía muera por ello, la vindicta pública, la Justicia, la
Ley y la sangre inocente del arriero Juan Miguel Goicoechea claman
porque a estos dos reos se les separe de la sociedad y condene en la
ordinaria de muerte con las qualidades correspondientes a tan atroz y
alevosa muerte. Por tanto: Suplica
a V.M. se sirva condenarles en las maiores y más graves penas
criminales y civiles en que han incurrido, conforme a Fuero y Leyes de
este Reyno, especialmente en la ordinaria de muerte, mandando que
cortándoles la cabeza y mano se fijen en los sitios y parajes que la
Corte acordare y puedan contribuir para ejemplo, terror y escarmiento de
otros, que así es de Justicia que pide con costas. Pamplona 24 de
diciembre de 1799”.
El fallo final no se produjo hasta un año después, y venía a ratificar lo que había solicitado el fiscal, por lo que: “debemos condenar y condenamos (…)”. Y a que “después
de conducidos a la Torre y cárcel pública de la villa de Lerín, sean
sacados de la misma en cada bestia de baste y una soga al cuello, y
llevados por las calles públicas y principales de dicha villa a son de
trompeta y voz de pregonero, que publique su delito, hasta una de sus
Plazas públicas en donde habrá puesta una horca y en ella serán
ahorcados por el Ministro executor de nuestra Alta Justicia, hasta que
naturalmente mueran, y nadie se osado quitar sus cuerpos cadáveres sin
expresa licencia de nuestra Corte o su comisionado para entender en la
execución, pena de que será castigado con el maior rigor”(…) “y a que
después de muertos se les corte la cabeza y mano derecha y éstas sean
colocadas junto a sitio o paraje del río en que se encontró el cadáver
del arriero y dichas cabezas, cerca del Corral de Calbo en el término de
Lerín donde lo asaltaron”.
Tadeo
cargaba sobre sí una sentencia de muerte que por ausencia jamás
cumplió, por lo que todo el peso de la ley recayó enteramente en
Sebastián que ahora esperaba el momento de su ejecución en la cárcel.
Una sentencia que angustiosamente se alargaba a consecuencia de un
suplicatorio que se elevó al tribunal y que hizo esperar casi un año más
hasta que este resolviera. La sentencia al suplicatorio del Real
Consejo se vio el día 10 de noviembre del año 1801, que finalmente
confirmaba la anterior, aunque en atención a las alegaciones presentadas
por la familia se modificaba la pena ordinaria de horca por la de garrote.
Tras ello se cursó notificación al Virrey
que dio el visto bueno para que se procediera a cumplir la sentencia.
Para llevarla a cabo se proveyó de la asistencia de un sargento, cabo y
diez soldados para la custodia y seguridad del reo; del mismo modo se
dio orden de que se avisase al ejecutor de la Alta Justicia (verdugo)
para que “a las cinco de la mañana se ponga en camino para dicha villa”.
Y de este modo se firma finalmente el 10 de noviembre del año 1801.
Justo el día 11 sale de Pamplona la comitiva con el reo llegando a
Lerín a las cinco de la tarde. Con todo sigilo es conducido el preso a
una casa particular, por no reunir condiciones la cárcel de la villa
para pasar la noche en “capilla” hasta el momento de la ejecución.
Museo Reina Sofia. Título: Garrote vil. Autor: Ramón Casas i Carbó. 1894
A
las once de la mañana del día 14 se procedió a ejecutar la sentencia.
Un numeroso público se congregó en la plaza de la iglesia; tanto, que se
tuvo que echar mano de una partida de soldados de Logroño que se
hallaban en ese momento en Lerín al mando de un capitán. Este capitán
formó a los soldados en círculo para contener al tumulto. La comitiva
avanzaba por la calle Mayor hasta la plaza de la iglesia el donde se
encontraba instalado el patíbulo. El pregonero iba delante leyendo la
sentencia y los alguaciles custodiaban al preso. Dispuesto el cadalso en
el centro de la plaza, el verdugo procedió a aplicarle el garrote vil
que terminaba con la vida de Sebastián. Con este acto el reo pagaba ante
la ley, según sentencia del juez, por el asesinato con dolo, malicia y
alevosía en la persona de Juan Miguel Goicoechea.
A
eso de las tres de la tarde se pasó a cortarle al cadáver la cabeza y
mano derecha para ser fijadas en los lugares determinados por el juez.
Por ser hora ya tardía esta última acción se dejó para al día siguiente.
Mientras tanto, los despojos del ajusticiado fueron entregados a la
Cofradía de la Vera Cruz o Caridad de Lerín, que lo condujeron al
interior de la iglesia donde el cabildo celebró un funeral solemne,
dándole finalmente sepultura en el mismo templo “debajo del agua
benditera, entrando por la puerta principal de la única Plaza de la
Picota donde se ejecutó la sentencia, quedando en poder del ejecutor y
su criado la cabeza y mano del reo”.
A
la mañana siguiente se colocó la cabeza en una jaula de hierro, que
había hecho para el caso el herrero de Lerín, y se llevó hasta el corral de Calbo
donde se fijó sobre un madero. Se hizo lo propio con la mano en las
inmediaciones de la Cerrada, junto a la presa de Cárcar. Mil doscientos
treinta y seis reales y doce maravedíes fue el montante de gastos que
ocasionó la ejecución, entre pagar a los carpinteros que se encargaron
de hacer el cadalso y los maderos, al cerrajero que hizo la jaula para
contener la cabeza y mano, a los dueños de la casa donde dejaron en
capilla al reo, alguaciles, tropa, pregonero, caballerías a jornal,
gastos en la posada, papeleo, etcétera, y especialmente al verdugo, que
cobró cuatro onzas de oro por sus servicios.
Los
dos puntos donde quedaron enterrados el ejecutor del delito (debajo del
agua benditera) y la víctima (frente a la puerta del coro) en la
iglesia de Lerín. Foto: Charo L. Oscoz
De este modo quedaron expuestas públicamente la cabeza y mano de Sebastián,
sin que nadie osara tocarlas ni retirarlas. Nadie, hasta que dos meses
más tarde, el día 17 de enero, festividad de San Antón, alguien,
aseguran que dos hombres, uno a pie y el otro a caballo, junto a un
menor de raza negra, “habían
bulcado el madero quitando la red donde se allaba la cabeza y metida
aquella en una alforja, se partieron con ella hacia donde estaba
colocada la mano del mismo”.
Al
parecer estos enigmáticos individuos, tras rescatar los miembros del
ajusticiado que se exponían para advertencia de las gentes, se volvieron
en dirección a Cárcar. Hasta cincuenta testigos declararon en este caso
tras la nueva apertura de diligencias y muchos de ellos dijeron haber
visto de lejos a estos sujetos, pero no pudieron o no quisieron
identificar.
¿Quién
era aquel individuo vestido de negro que cabalgaba junto al joven de
color (probablemente un sirviente), y que se dejaban acompañar por un
tercer individuo que caminaba a pie y que les guiaba hasta el lugar?
¿Era tal vez miembro de alguna hermandad de caridad y misericordia con
los ajusticiados, que iba por los caminos rescatando los despojos de
aquellos que habían perecido bajo el peso de la ley y darles después
cristiana sepultura? Es posible, pero no sacando nada en claro, el caso se archivó finalmente el día 25 de abril de 1802.
Triste
suceso que quedó en la memoria colectiva e innombrable de los pueblos
de Cárcar y de Lerín durante muchos años. El sumario aporta el dato de
que enseguida Josefa, la mujer de Sebastián, “se fue a vivir a un pueblo de Zaragoza”,
seguramente para emprender una nueva vida y evitar la estigmatización.
Treinta y dos años tenía en aquel momento la mujer. Como era madrastra
de los hijos de Sebastián, dejaría a estos en manos de la familia del
padre que tuvieron que cargar con la mancha de ser hijos de un
ajusticiado. Teresa y sus dos hijos tampoco quedaban en mejores
condiciones. De Tadeo, solo Dios sabe que pudo ser de él.
--------------------------------------------------------------------------------------------------------------
Artículo: Charo Lopez Oscoz
--------------------------------------------------------------------------------------------------------------
No hay comentarios:
Publicar un comentario