domingo, 26 de junio de 2022

"EL QUE A HIERRO MATA A HIERRO TERMINA"

 Hoy traemos a Lerín es Capital una historia un tanto truculenta que involucra a varios pueblos de nuestro entorno pero principalmen a Lerín y Cárcar. Una historia que, sin ninguna duda, daría pie a un magnífico guión cinematográfico.

Una vez más, Charo López se sumerge entre archivos y crónicas antiguas y rescata del olvido una historia que aún resulta más impactante por ser cercanos y conocidos los lugares donde se van sucediendo los hechos. 

 


Un arriero cualquiera transitando por los caminos. elcorreodeextremadura.com

 
Todos los pueblos arrastran una crónica negra que solivianta por un tiempo la paz habitual de sus vecinos y deja una huella que tarda en borrarse. 
 

Acababa el siglo XVIII y en Urdiáin, un municipio situado en el valle navarro de la Burunda, el arriero del pueblo se disponía  a preparar su carga. Era bien conocido en la comarca ya que se ganaba la vida comprando y vendiendo género. Conocía bien los caminos por los que transitaba y procuraba llegar con celeridad a su destino, máxime cuando transportaba productos perecederos como era el caso del pescado. Los pueblos alejados del mar valoraban mucho estos alimentos y los lugareños a los que atendía se alegraban cuando le veían venir con su recua de machos. Tres eran los animales que la componían y de los que se valía para su recorrido comercial. Sobre el cuello del zaguero colocaba un collar de campanillas cuyo sonido servía para anunciar su llegada. Además, era también reconocible por su atuendo ya que vestía de forma habitual el típico traje burundés: jubón blanco con mangas y sobre este otro encarnado sin ellas, calzón de paño negro a cuyas piernas se ceñía unas polainas del mismo tejido, zapatos y un cinturón con cartera para llevar papeles.  Encima de los jubones una chupa forrada de paño negro de bolsillos con tapa y botones, y sobre la cabeza una montera de paño negro con ribetes de terciopelo de algodón. Por un por si acaso, también un “capusai” con el que protegerse de la lluvia y el frío, atuendo también habitual en la zona y que guardaba en una de las caballerías. 
 
Hombre vistiendo un capusai

Por la proximidad de Urdiáin con la provincia de Guipúzcoa este hombre acostumbraba a comerciar con pescado, generalmente sardinas, que vendía después en la zona Media y Ribera de Navarra. 

Era una fría mañana del 16 de febrero del año 1799. El arriero cogió dos cargas de sardinas que había adquirido y las introdujo debidamente en los dos primeros machos; ajustó luego en el tercero una carga más, esta de cacao, e introdujo en las alforjas cinco pellejos de vino vacíos para traerlos a la vuelta llenos de buen vino ribero con el que sacarle también algún rendimiento para la economía familiar. Le hacían buen servicio estos pellejos a los que les había grabado sus iniciales para reconocerlos. Con todo listo salió de su casa muy de mañana. 
Su llegada era esperada en ventas y posadas. La gente enseguida advertía su presencia al oír el tintineo de las campanillas. -¡Mirad, ya llega Cascachuri!, se escuchaba a su paso. Ese era el apodo por el que se le conocía, aunque su nombre de pila era Juan Miguel. 

Dos días después de su salida de Urdiáin, el dieciocho, a eso de mediodía, Juan Miguel llegó a Larraga, puso en venta las sardinas en la posada y dejó al posadero “para que se las vendiera a cuia cuenta le dieron un doblón de oro y otro de 20 reales de cordón, porque dijo no tenía moneda menuda”; de ahí se fue a Tafalla con idea de despachar una parte de la carga del cacao. Para el día veinte se encontraba ya en Falces donde ofrece su producto a los comerciantes del pueblo, para recalar horas después en Peralta y seguir haciendo lo propio. Como todavía le quedaban por vender dos fardos de cacao continúa la ruta. En Peralta hace saber de su intención de dirigirse a Lodosa, pero toma sin embargo la carretera que conduce a Lerín. A este tramo se le llamada carretera porque por ella podían transitar carros y carretas pero no dejaba de ser un trazado tortuoso de tierra con abundantes baches que los carreteros se veían obligados a sortear por el peligro cierto de que en cualquiera momento se le acabara rompiendo a la carreta una ballesta.  Aun así, estas “carreteras” permitían transitar con más comodidad que por los llamados "caminos de herradura", que no dejaban de ser poco más que sendas. Era pues ésta una carretera de trazado recto que partía de Peralta y transcurría a través de montículos y laderas sin atravesar ningún pueblo hasta llegar a Lerín.

Sorprende que el arriero no siguiera ruta hacia Andosilla, que le hubiera permitido vender algo más de cacao en la posada, y también en la Venta de Cárcar que estaba de camino, más aún cuando había  manifestado  su intención de tomar ruta hacia Lodosa; por eso llama la atención su cambio de planes, que da a entender que de pronto le entró la prisa, o que algo de su plan se le torció. 

Atravesando pues los términos de Andosilla y Cárcar de esa carretera se adentró en los de Lerín. Caía la tarde por lo que apresuró el paso para alcanzar el pueblo antes de que se le echara la noche encima. 

Por el paso entre Mondiuso y la corraliza de La Sarda, propiedad entonces de Pedro Lozano, había un corral al que llamaban de Calbo, muy próximo a la carretera. A esa altura le abordaron dos hombres que hicieron ademán de acompañarle, a la par que intentaban entretenerlo conversando con él. Estos eran Sebastián y Tadeo, dos individuos de Cárcar de no muy buenas costumbres que le habían interceptado en Peralta y le venían siguiendo los pasos. A pesar de que el arriero reconoció a Tadeo como el hijo de la tabernera de Cárcar, pronto fue consciente de las intenciones de estos sujetos, pero no se sobresaltó de momento. Les dijo que apenas llevaba dinero encima pues había dejado las cargas de sardinas sin terminar de vender en Larraga. Les enseñó papeles que demostraban que vendía muchas veces a fiado por lo que tenía bastantes deudores. Ellos no le creyeron y mientras Sebastián lo entretenía conversando, Tadeo se hizo con las riendas de los animales. Sin atreverse a oponer resistencia, de momento, lo fueron sacando del camino y pasando por la zona de La Baigorrana lo adentraron hacia término de Los Pintaos, alejándolo de la vista de posibles testigos, conduciéndolo finalmente  senda abajo hacia la presa del regadío de Cárcar, todo ello en terreno lerinés. 

Presa de Cárcar. Foto: Charo L. Oscoz

 
El arriero, sintiéndose acosado y viendo que la cosa se le complicaba se quiso zafar, pero en ese momento Sebastián le propinó un “pastrón” (bofetón) y lo tiró al suelo. Como el desgraciado Cascachuri forcejeaba, sacó Tadeo una navaja grifera y se la clavó hasta en ocho ocasiones entre el cuello y la cabeza, cinco de ellas mortales de necesidad, según declaró días después el médico forense. En el calentón, siguió Tadeo atacando al arriero, esta vez con la culata de un trabuco que traía, hasta dejar al hombre muerto y tendido en el suelo. 
 
Estos dos sujetos eran de esos que causaban inquietud entre sus vecinos y que particularmente afeaban la buena fama que arrastraba Cárcar en el contorno, de ser gente noble y especialmente honrada. Pero en todas partes cuecen habas y este pueblo tenía también las suyas propias. Hacía mucho que a Tadeo y Sebastián no se les reconocía oficio ni beneficio, pero sí que se les veía sin embargo manejar dinero del que nadie sabía su procedencia. Según el decir de algunos se dedicaban al contrabando y lo cierto es que muchos días no dormían en casa, particularmente Tadeo. Esto hacía que este, unido a su comportamiento, discutiera de manera habitual con Teresa, su mujer, que estaba bastante harta de él. En más de una ocasión, y tras una pelea en la que llegaba a casa “pasado de vino”, el sujeto se había ido a dormir al pajar.  Sebastián, por su parte, estaba casado en segundas nupcias desde hacía apenas un año, pues la primera mujer había  falleció dejándole tres hijos; y no fueron cuatro porque este se malogró en el parto llevándose consigo también a la madre. 

Tadeo, que era más joven, tenía una niña de tres años y a su mujer embarazada y a punto de salir de cuentas. Sebastián se dejaba llevar por su compinche y esa compañía no le reportaba nada bueno; él trabajaba algunos días en el campo, pero cada vez que Tadeo le buscaba para algún asuntillo que implicaba casi siempre trapicheos y contrabando de tabaco, siempre estaba dispuesto a acompañarle. Eso les mantenía ocupados en horas en las que el resto de habitantes del pueblo dormía, por lo que de día se pasaban muchos ratos tumbados mientras los demás trabajaban. En el pueblo se decía de ellos que “eran de conducta sospechosa y no querían aplicarse al trabajo”

Como la madre de Tadeo regentaba la taberna del pueblo, este  era bien conocido por los tratantes que paraban en su establecimiento a repostar. Por eso, cuando se abrieron diligencias por el caso de la muerte del arriero, alguno de estos tratantes dijeron haber visto esos días a Tadeo merodeando por Peralta cuando Cascachuri negociaba la venta de cacao. En ese mundillo mesonero se rumoreaba también que el arriero de Urdiáin llevaba siempre mucho dinero en los bolsillos, y eso Tadeo lo sabía; así que puso en aviso a Sebastián y calculándole los pasos le siguieron. 
 
Cuando vieron que Cascachuri tomaba rumbo a Lerín se adelantaron por atajos y lo abordaron a la altura del corral de Calbo, y allí empezó todo. Ahora tenían ante sí el cuerpo del delito. Ciertamente no habían pensado llegar tan lejos ya que la intención era robarle, pero la cosa se les había ido de las manos y ya no había vuelta atrás; a lo hecho, pecho; lo que urgía ahora era pensar en qué hacer y cómo deshacerse del cuerpo borrando toda huella que los inculpara. 

Como carecían de escrúpulos registraron el cadáver con objeto de quitarle todo lo que llevara encima de valor. En la bolsa del cinturón  guardaba el arriero muchos papeles donde apuntaba las cantidades que le debía la gente, y al parecer era mucho -según después comprobaron ellos mismos-, pero en la cartera que llevaba en el cinturón apenas le encontraron “un solo doblón de cinco pesos y unas cuantas pesetas”. Sin embargo, en el baste de uno de los machos descubrieron que llevaba  escondidos cuatrocientos pesos. De no ser porque el arriero se había resistido, entre ese dinero y el que podrían obtener de la venta del cacao, pensaron que la noche les habría salido redonda; aun así, si conseguían colocar bien ese producto en el mercado negro, este les rentaría unos buenos dineros que compensara el terrible acto que acababan de cometer. Sabían bien donde venderlo y a quien, por lo que de momento  era necesario ponerlo a buen recaudo. Pero primero tenían que hacer desaparecer el cuerpo del delito y los tres machos, así como todos los enseres que les pudieran delatar. Borrar todas las huellas les iba a dar mucho trabajo aquella noche.

Aguas arriba de la presa de Cárcar. Foto: Charo L. Oscoz

Cargaron el cuerpo del arriero muerto sobre uno de los machos y se encaminaron con la recua hacia la presa de Cárcar, próxima al lugar donde se encontraban, buscando aguas arriba el sitio donde el terreno es más escabroso. Ajustaron bien el cadáver a la caballería, a la que ataron también otros enseres y empujaron fuerte hasta despeñarlos en el río Ega. Con el caudal en ese punto a su favor, este emplazamiento resultaba el más idóneo para hacer desaparecer las pruebas del delito en aquella siniestra noche. Quisieron hacer lo mismo con los otros animales pero estos se resistieron.

Escarpado por donde debieron de tirar hasta el río al arriero y al macho. Foto: Miguel Cruz

En vista de que no lo lograban, cargaron el cacao y el resto de enseres del arriero en los dos jumentos que quedaban y buscaron un vado aguas abajo donde pasar al otro lado del río por entre la zona de La Cerrada. En un lugar llamado La Casilla, propiedad de un tal Javier Laserna, ocultaron: los pellejos de vino, una manta, una soga y otros aparejos de los machos; y en otro lugar, que el sumario nombra como La Texería,  las cargas de cacao. Tomaron entonces las caballerías y las intentaron sacar, tanto de terreno de Lerín como de Cárcar, por lo que al llegar a una viña en término de Sesmilla, ya pasada la muga de Sesma, las dejaron atadas a unas cepas.  Con la manta, la chupa y una alforja que les quedaba del arriero, volvieron a cruzar el río en algún punto donde el caudal se lo permitía, ya en terreno de Cárcar, y continuaron aproximándose al pueblo, prestando especial cuidado de no arrimarse demasiado a las inmediaciones de la ermita de la Virgen de Gracia, a la que bordearon. Aquel santuario mariano les acusaba en sus conciencias por la espeluznante acción que acababan de cometer. Pasando la Tierranueva y la Badina llegaron al término del Aguatocho y, allí, en un olivar propiedad de un hermano de Sebastián, cavaron dos hoyos donde depositaron los últimos enseres de Cascachuri. Acabada por fin la nocturna y siniestra acción, se encaminaron hacia el pueblo trataron de llegar sigilosos a sus casas mientras las buenas gentes del lugar, ajenas al terrible acto cometido por sus paisanos, dormían todavía.

Vista parcial de Cárcar. Foto: Avelina Sanz

A la mañana siguiente, día 21, tras la noche de insomnio y con los huesos doloridos por los excesos, Sebastián se dirigió a casa de Tadeo para continuar con el plan. Como la mujer de Tadeo se encontraba presente, le puso la excusa de requerirlo para que le acompañara a tratar unos asuntos en Andosilla. Viendo que Teresa protestaba y no le dejaba ir, Tadeo se tumbó en la cama enfadado y se durmió hasta la hora de comer; tal era el cansancio que arrastraba. Ella pudo considerar después el motivo de tan visible agotamiento. Esa noche del día 21, ya madrugada del 22, Teresa, que estaba a punto de salir de cuentas, ajena a los líos en los que estaba metido su marido, se puso de parto. Tadeo, en lugar de atenderla y quedarse con ella, se marchó bien de madrugada de casa diciendo que tenía que llevar una carta a un amigo. No regresó hasta la noche y para entonces Teresa ya había dado a luz asistida por la partera del pueblo, una señora apodada La Ladina. Ese modo de actuar molestó, o más bien alertó a la mujer, pues a pesar de que el comportamiento de su marido hacia ella no era en general bueno, esto sobrepasaba los límites; aunque en un primer momento no supo a que atenerse. Dos días más tarde los abuelos maternos llevaron al recién nacido a bautizar apadrinándolo ellos mismos y pidiendo para él el nombre de Pedro Josef.
 
Mientras tanto, Tadeo y Sebastián habían alquilado una mula a un señor del pueblo con la que realizaron varios viajes para pasar el cacao “a Castilla” y venderlo en Calahorra. La primera vez lo hicieron desde Sartaguda pasando el Ebro en la barca. Entregaron a la barquera cuatro duros por el servicio, y llegados a Calahorra, ofrecieron la carga a otro traficante que no les pagó de momento. Volvieron a pasar el Ebro el día 28, esta vez por el puente de Lodosa donde sobornaron en arbitrios a un familiar encargado del puesto, y esta vez sí que cobraron. 

Mientras tanto, en la madrugada del día 21 ya se habían encontrado los dos machos abandonados y atados en la viña de Sesmilla, lo que levantó sospechas. 

Remanso de la Presa de Cárcar. Foto: Charo L. Oscoz

El día 25 apareció aguas abajo de la presa, en la playa del Regadío de Cárcar, el macho muerto: “ahogado y trabado con dos ataduras, baste, dos arpilleras, una manta de lana, dos alforjas, dos sobrebastes y un caposay, todo atado con una soga de cerda”, según constaría después en el sumario. Se abrieron enseguida diligencias judiciales y se procedió a inspeccionar el rio por esa parte en busca del dueño de los animales. Como la búsqueda no daba resultados, dos días más tarde se dio aviso a los pescadores de Cárcar para que rastrearan el río, pero tampoco encontraron nada. Pidieron entonces ayuda a los pescadores de Miranda y el día primero de marzo  hallaron el cadáver de Juan Miguel justo en el boquete de la paradera cercana al sitio donde se había encontrado el macho muerto. Rescataron el cuerpo y lo llevaron al Santo Hospital de Lerín donde fue puesto en manos del cirujano local, Manuel de Uxaravi (Ujarabi), que le practicó la autopsia. En el detallado informe forense que presentó este médico se decía que el sujeto no había muerto por ahogamiento, ya que no presentaba signos de líquido en los pulmones y tampoco tenía roces en las yemas de los dedos, signo inequívoco que presentaban los cadáveres en estos casos al tratar de agarrarse a algo en un intento de liberarse de las aguas;  presentaba sin embargo hasta ocho heridas punzantes y signos de haber recibido golpes con instrumento contundente en el cuello, bajo el hueso petroso, laringe, mandíbula inferior y demás detalles que venían a confirmar  que el individuo había muerto de forma violenta antes de ser introducido en el río. 
 
Tocaba ahora pues identificar el cadáver. Por el atuendo enseguida supusieron que venía de la zona norte, por lo que se mandó llamar a los posaderos de Lerín por si alguno aportaba algún indicio, y  “algunos reconocieron el cadáver”  diciendo que era Cascachuri, el arriero de Urdiaín. Hechas las diligencias y el informe forense ese mismo día primero de marzo fue llevado el cadáver “dentro de la parroquial por su cabildo eclesiástico” y después de celebrar sus exequias lo introdujeron “en una sepultura que hay en mitad del cuerpo de la iglesia frente a la puerta del coro”

En la parte inferior de la foto, el lugar donde enterraron al arriero en la iglesia Santa María de Lerín. Foto: Charo L. Oscoz

Quedaba pues reconstruir los hechos y llevar a cabo una exhaustiva investigación que diera con los  culpables. Varias personas de los alrededores fueron detenidas. Entre los sospechosos enseguida se apuntó hacia Sebastián y Tadeo por lo que fueron también a por ellos. El día 5 de marzo se presentó la autoridad en casa de Sebastián y lo apresaron llevándolo a la cárcel de Lerín; para cuando fueron a por  Tadeo éste había huido. Tan huido, que ya no se supo más de él, y como cada vez las pruebas eran más concluyentes, la investigación pericial se centró ya en ellos dos.

Los numerosos testigos llamados a declarar ofrecieron pruebas categóricas y fue el propio Sebastián el que dio algunas pistas al entrevistarse en la cárcel de Lerín con un pariente al que, con sigilo, pidió que borrara las huellas dejadas por ellos bajo los olivos del Aguatocho. Se comprobó este punto y, finalmente, a las siete de la mañana del día 28 de marzo de 1799 se condujo finalmente a Sebastián a las cárceles de Pamplona, siendo custodiado en el trayecto por el alguacil de Lerín y asistido por “varios acompañantes de su confianza”. Fue detenido también y llevado a Pamplona, Antonio, el hijo mayor de Sebastián, un chaval de catorce años al que soltaron en cuanto comprobaron que no había tenido parte en el asunto.

Constan en el sumario más de ciento cincuenta testigos llamados a declarar, desde familiares de los sospechosos hasta la propia mujer y parientes del arriero; y hasta el sastre que confeccionó el traje que Cascachuri llevaba el día de autos. Un total de quinientos cincuenta y siete folios ocupó el sumario, y gracias a las diligencias llevadas a cabo, poco a poco se fueron encontrando las pertenencias del arriero en los distintos puntos donde habían sido escondidas por los malhechores, incluidos los pellejos marcados con sus iniciales. Las exhaustivas indagaciones concluyeron en determinar finalmente que los autores materiales del asesinato del arriero habían sido Sebastián y Tadeo. No obstante a esto, Sebastián, que declaró en repetidas ocasiones, “siempre niega los hechos, por más detalles y testimonios que le presentan, y así firma su inocencia el 31 de julio de 1799”.
 
En la vista del juicio, el fiscal acusó grave y criminalmente a Tadeo (ausente) y a Sebastián de la muerte violenta llevada a cabo en la persona  de Juan Miguel Goicoechea: “y aunque este reo niega con obstinación que fuese él, resulta convencido y demostrado haberlo sido por repetidos indicios tan vehementes y graves que coartan el entendimiento a creerlo así y ponen delante de los ojos con la maior evidencia que ellos y no otros fueron”.  El ministerio fiscal concluye: “y siendo de derecho divino y humano que el que mata a otro con dolo, malicia y alevosía muera por ello, la vindicta pública, la Justicia, la Ley y la sangre inocente del arriero Juan Miguel Goicoechea claman porque a estos dos reos se les separe de la sociedad y condene en la ordinaria de muerte con las qualidades correspondientes a tan atroz y alevosa muerte. Por tantoSuplica a V.M. se sirva condenarles en las maiores y más graves penas criminales y civiles en que han incurrido, conforme a Fuero y Leyes de este Reyno, especialmente en la ordinaria de muerte, mandando que cortándoles la cabeza y mano se fijen en los sitios y parajes que la Corte acordare y puedan contribuir para ejemplo, terror y escarmiento de otros, que así es de Justicia que pide con costas. Pamplona 24 de diciembre de 1799”.

Lerín, plaza de la Constitución. Lugar donde ajusticiaron al condenado. Foto: Charo L. Oscoz

El fallo final no se produjo hasta un año después, y venía a ratificar lo que había solicitado el fiscal, por lo que: “debemos condenar y condenamos (…)”. Y  a que “después de conducidos a la Torre y cárcel pública de la villa de Lerín, sean sacados de la misma en cada bestia de baste y una soga al cuello, y llevados por las calles públicas y principales de dicha villa a son de trompeta y voz de pregonero, que publique su delito, hasta una de sus Plazas públicas en donde habrá puesta una horca y en ella serán ahorcados por el Ministro executor de nuestra Alta Justicia, hasta que naturalmente mueran, y nadie se osado quitar sus cuerpos cadáveres sin expresa licencia de nuestra Corte o su comisionado para entender en la execución, pena de que será castigado con el maior rigor”(…) “y a que después de muertos se les corte la cabeza y mano derecha y éstas sean colocadas junto a sitio o paraje del río en que se encontró el cadáver del arriero y dichas cabezas, cerca del Corral de Calbo en el término de Lerín donde lo asaltaron”

Tadeo cargaba sobre sí una sentencia de muerte que por ausencia jamás cumplió, por lo que todo el peso de la ley recayó enteramente en Sebastián que ahora esperaba el momento de su ejecución en la cárcel. Una sentencia que angustiosamente se alargaba a consecuencia de un suplicatorio que se elevó al tribunal y que hizo esperar casi un año más hasta que este resolviera. La sentencia al suplicatorio del Real Consejo se vio el día 10 de noviembre del año 1801, que finalmente confirmaba la anterior, aunque en atención a las alegaciones presentadas por la familia se modificaba la pena ordinaria de horca por la de garrote

Tras ello se cursó notificación al Virrey que dio el visto bueno para que se procediera a cumplir la sentencia. Para llevarla a cabo se proveyó de la asistencia de un sargento, cabo y diez soldados para la custodia y seguridad del reo; del mismo modo se dio orden de que se avisase al ejecutor de la Alta Justicia (verdugo) para que “a las cinco de la mañana se ponga en camino para dicha villa”. Y de este modo se firma finalmente el 10 de noviembre del año 1801. Justo el día 11 sale de Pamplona la comitiva con el reo  llegando a Lerín a las cinco de la tarde. Con todo sigilo es conducido el preso a una casa particular, por no reunir condiciones la cárcel de la villa para pasar la noche en  “capilla” hasta el momento de la ejecución.

Museo Reina Sofia. Título: Garrote vil. Autor: Ramón Casas i Carbó. 1894

A las once de la mañana del día 14 se procedió a ejecutar la sentencia. Un numeroso público se congregó en la plaza de la iglesia; tanto, que se tuvo que echar mano de una partida de soldados de Logroño que se hallaban en ese momento en Lerín al mando de un capitán. Este capitán formó a los soldados en círculo para contener al tumulto. La comitiva avanzaba por la calle Mayor hasta la plaza de la iglesia el donde se encontraba instalado el patíbulo. El pregonero iba delante leyendo la sentencia y los alguaciles custodiaban al preso. Dispuesto el cadalso en el centro de la plaza, el verdugo procedió a aplicarle el garrote vil que terminaba con la vida de Sebastián. Con este acto el reo pagaba ante la ley, según sentencia del juez, por el asesinato con dolo, malicia y alevosía en la persona de Juan Miguel Goicoechea.

Lerín, plaza de la iglesia. Grabado de Nemesio Lagarde. Año 1875

A eso de las tres de la tarde se pasó a cortarle al cadáver la cabeza y mano derecha para ser fijadas en los lugares determinados por el juez. Por ser hora ya tardía esta última acción se dejó para al día siguiente. Mientras tanto, los despojos del ajusticiado fueron entregados a la Cofradía de la Vera Cruz o Caridad de Lerín, que lo condujeron al interior de la iglesia donde el cabildo celebró un funeral solemne, dándole finalmente sepultura en el mismo templo “debajo del agua benditera, entrando por la puerta principal de la  única Plaza de la Picota donde se ejecutó la sentencia, quedando en poder del ejecutor y su criado la cabeza y mano del reo”

A la mañana siguiente se colocó la cabeza en una jaula de hierro, que había hecho para el caso el herrero de Lerín, y se llevó hasta el corral de Calbo donde se fijó sobre un madero. Se hizo lo propio con la mano en las inmediaciones de la Cerrada, junto a la presa de Cárcar. Mil doscientos treinta y seis reales y doce maravedíes fue el montante de gastos que ocasionó la ejecución, entre pagar a los carpinteros que se encargaron de hacer el cadalso y los maderos, al cerrajero que hizo la jaula para contener la cabeza y mano, a los dueños de la casa donde dejaron en capilla al reo, alguaciles, tropa, pregonero, caballerías a jornal, gastos en la posada, papeleo, etcétera, y especialmente al verdugo, que cobró cuatro onzas de oro por sus servicios.

Los dos puntos donde quedaron enterrados el ejecutor del delito (debajo del agua benditera) y la víctima (frente a la puerta del coro) en la iglesia de Lerín. Foto: Charo L. Oscoz

De este modo quedaron expuestas públicamente la cabeza y mano de Sebastián, sin que nadie osara tocarlas ni retirarlas. Nadie, hasta que dos meses más tarde, el día 17 de enero, festividad de San Antón, alguien, aseguran que dos hombres, uno a pie y el otro a caballo, junto a un menor de raza negra, “habían bulcado el madero quitando la red donde se allaba la cabeza y metida aquella en una alforja, se partieron con ella hacia donde estaba colocada la mano del mismo”

Al parecer estos enigmáticos individuos, tras rescatar los miembros del ajusticiado que se exponían para advertencia de las gentes, se volvieron en dirección a Cárcar. Hasta cincuenta testigos declararon en este caso tras la nueva apertura de diligencias y muchos de ellos dijeron haber visto de lejos a estos sujetos, pero no pudieron o no quisieron identificar. 

Aguas abajo de la presa estuvo la mano de Sebastián colgada sobre un poste. Foto: Charo L. Oscoz

¿Quién era aquel individuo vestido de negro que cabalgaba junto al joven de color (probablemente un sirviente), y que se dejaban acompañar por un tercer individuo que caminaba a pie y que les guiaba hasta el lugar? ¿Era tal vez miembro de alguna hermandad de caridad y misericordia con los ajusticiados, que iba por los caminos rescatando los despojos de aquellos que habían perecido bajo el peso de la ley y darles después cristiana sepultura? Es posible, pero no sacando nada en claro, el caso se archivó finalmente el día 25 de abril de 1802. 

Triste suceso que quedó en la memoria colectiva e innombrable de los pueblos de Cárcar y de Lerín durante muchos años. El sumario aporta el dato de que enseguida Josefa, la mujer de Sebastián, “se fue a vivir a un pueblo de Zaragoza”, seguramente para emprender una nueva vida y evitar la estigmatización. Treinta y dos años tenía en aquel momento la mujer. Como era madrastra de los hijos de Sebastián, dejaría a estos en manos de la familia del padre que tuvieron que cargar con la mancha de ser hijos de un ajusticiado. Teresa y sus dos hijos tampoco quedaban en mejores condiciones. De Tadeo, solo Dios sabe que pudo ser de él. 

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Artículo: Charo Lopez Oscoz

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